Pasa su infancia en Argentina, donde su padre, negociante y viajero, tuvo que radicarse por razones políticas. A partir de 1950 se dedica intermitentemente a la pintura y entabla amistad con destacadas figuras gallegas residentes en Buenos Aires, como Laxeiro, Colmeiro o Seoane. Permanece en Argentina hasta 1956, año en el que viene a España. En 1958 conoce a Juana Mordó, entonces a cargo de la Galería Biosca de Madrid. En los sesenta vive en París y en 1969 se marcha a Berlín. En 1982 se vincula a la Galería Marlborough, una de las más destacadas de arte contemporáneo en Estados Unidos. En Nueva York realizará algunas de sus pinturas más singulares como su serie de rascacielos o de calles.
El trabajo de Castillo estuvo al margen de los movimientos y creó un universo plástico como quien crea un filme en cientos y cientos de fotogramas. A lo que se mantiene fiel es a variadas recetas figurativas que, en ocasiones, se acercan al surrealismo y, en otras, recuerdan fórmulas de fuerte lirismo.
Desde el punto de vista conceptual, la obra de Castillo tiene una fuerte voluntad de discurso, de carga semántica. Parte de la estricta intimidad del yo y actúa entrelazando los temas, las obsesiones del autor, consiguiendo modular el sentimiento con las pulsiones que nunca son completamente representables en la concreción plástica de la obra. Pero lo que sí consigue es transmitir una sensación que subyace en la comunicación discursiva de la obra. Castillo demuestra que el arte siempre tiene un componente de pulsión, pero especialmente como fuente de reflexión sobre los diferentes roles y comportamientos, desde lo más cotidiano a lo más trascendente.